Guía breve de Madagascar: una isla entre dos continentes

El aislamiento de la cuarta isla más grande del planeta ha dado lugar a una fauna y flora únicas, y a una cultura que bebe de Asia y África. 

Hace 180 millones de años , los continentes decidieron separar­se y romper esa gran placa origi­naria que respondía al nombre de Gondwana. Las razones de tan magna des­avenencia no vienen al caso, pero, según han datado los geólogos, un trozo de lo que después sería África se desgajó de ésta, inició un largo camino hacia Oriente, atravesó el océano Indico y no paró hasta chocar con Asia, formando la cordillera del Himalaya y el subcontinente in­dio Por el camino, se dejó un trozo olvidado en mitad del océano: la isla de Madagascar.

Una realidad mestiza: razas, tradiciones y religiones

Es decir, hasta en su cronología geológica la isla malgache es una realidad mestiza, una mix­tura de elementos africanos y asiáticos que el viajero percibe nada más aterrizar en su capital, Antananarivo (Tananarive en francés). Los paisajes, las gentes, las cos­tumbres, la religión... Todo está tan impregna­do por esa dualidad afroasiática, que uno nunca termina de saber a ciencia cierta sí está en Africa o en Asia. Tan pronto te sumerges en selvas tropicales dignas de la cuenca del Congo como ca­minas entre arrozales sacados del delta del Mekong. 

Los primeros colonizadores 

En el zona, el gran mercado semanal de Antananarivo, los rasgos faciales de los vende­dores varían desde el más puro bantú africano a los árabes, pasando por los perfiles cobrizos de origen malayo, mayoritarios en esta zona central del país, descendientes directos de los primeros colonizadores de la isla, navegantes indonesios y malayo-polinesios que llegaron desde el extre­mo opuesto del océano tras atravesar 6.000 ki­lómetros de agua en piraguas de madera. 

Reserva de fauna y flora

Madagascar es una isla y es también un arca de Noé donde todo es diferente y especial. Con una extensión similar a la de la península Ibérica, alberga 200.000 especies de seres vivos, entre flora y fauna, de las que más de ocho mil son endémicas. Igualmente, posee la cuarta parte de la flora de toda Africa, más de la mitad de las especies conocidas de camaleones y la totalidad de lémures que hay sobre la faz de la Tierra. En lo que a humanos se refiere, conviven aquí 18 etnias diferentes, cada una de ellas con su lengua propia. 

Las dinastía monárquica femenina  

Y ya en el plano histórico-político, Madagascar vio nacer y desarrollarse una de las monarquías más antiguas y estables de Áfri­ca, gobernada en el siglo XIX por una dinastía de reinas poderosas. Mientras el resto del continente negro andaba aún en la Edad de Piedra, ellas dotaron a su reino de un código civil y otro penal, implantaron la enseñanza obligatoría, dividieron el país en provincias administra­das por gobernadores y funcionarios, abrieron embajadas en varios países europeos y en Esta­dos Unidos, y ordenaron construir sobre una colina de Antananarivo una corte de justicia que imitaba un templo griego y un palacio neorrenacentista sin rival en todo el hemisferio sur.

Madagascar: un laboratorio social y antropológico 

Por todo ello, Madagascar es, principalmente, un laboratorio social y antropológico donde per­viven pueblos, culturas, creencias y tradiciones únicas, un verdadero patrimonio de la humanidad que se ha conservado de forma milagrosa gracias a la lejanía y el aisla­miento de la isla y sin que le afectaran en demasía los 65 años de colonización francesa. 

El viajero occidental que sólo busque naturaleza, playas vír­genes, paisajes exóticos o animales raros, allí los encontrará, sin duda. Pero sólo aquellos que quie­ran ir un poco más allá, que se deleiten en el con­tacto con la población local, que sean lo suficiente curiosos para preguntar y lo suficiente receptivos para abrirse a otras experiencias, lograrán captar la esencia global de este mosaico de pueblos. 

La cultura malgache 

Co­nocerán, por ejemplo, que la vida malgache está presidida y condicionada por el culto a los muer­tos, Aunque hay un solo dios, Andriananahary (el Creador), el hecho religioso más cercano y coti­diano pasa por el respeto a los razana, los difuntos de la familia o el clan, que desde el Mas Allá vigi­lan y protegen la vida de sus familiares en la Tie­rra. Cada difunto tiene una personalidad propia, un cometido protector y un ritual de culto, cuyo incumplimiento es el causante de accidentes, desgracias y enfermedades.

Culto a los muertos 

Los que se interesen por esa vida interior mal­gache descubrirán también que el país está lleno de trombas, espacios naturales donde los vivos se ponen en contacto con los muertos para recibir sus instrucciones y consejos. Hay trombas por todo el país, como existen iglesias por todo el mundo cristiano. Un baobab monumental en Morondava, una roca con forma de sexo femeni­no en Nosy Be, el lago Mangatsa de Mahajunga, en el este de la isla, o la Petite Cascade de la Montagne d' Ambre son algunos de esos enclaves en los que se puede acceder al Más Allá.

Cosas prohibidas que debe conocer el viajero 

Esos viajeros inquietos aprenderán rápidamente que hay cosas que es mejor no hacer porque son fady (tabú), y por tant están prohibidas. Así, de la misma manera que cuando uno sale a la calle en Occidente se encuentra con toda una retahila de prohibiciones (no conducir en dirección con­traria, no fumar en lugares no autorizados) que constantemente se le recuerdan en forma de car­teles y señales, el malgache sale con un listado imaginario de fady, de cosas que no puede hacer, y que, aunque en este caso no están escritas en ningún lado, nunca osaría transgredir. 

Hay fady en todas las regiones de Madagas­car y en todas las situaciones de la vida de un individuo. Es fady matar camaleones, como también lo es insultar a los ancestros o hablar lenguas extranjeras en la isla sagrada del Pain de Sucre, en la bahía de Die­go Suárez. o fumar y comer carne de cerdo en los lagos de Nosy Be, o acceder a la cá­mara real de Anatsono vistiendo otra cosa que no sea el tradicional lambaoany.

Un calendario diferente 

En esta isla antes verde y hoy casi deforestada por la práctica ancestral de quemar kiló­metros de selva para hacer metros cuadrados de pastos, lo sobrenatural es lo cotidiano. Incluso existe un calendario diferente al del resto del mundo, dividido asimismo en doce meses, pero en el que el alahamady, el primer mes, corres­ponde a nuestra mitad de marzo, la época en la que las culturas de los arrozales de las llanuras del Sudeste Asiático celebran la llegada del Año Nuevo, una evidencia más de esos lazos que quedaron tendidos por los primeros pobladores de la isla a lo largo del océano Indico. 

Un paisaje diverso  

Quienes se adentren en Madagascar descubrirán una enorme variedad de paisajes y ecosistemas. La zona central de la isla es una altiplanicie de clima montañoso en la que han desaparecido ca­si todas las zonas boscosas para dejar paso a enormes arrozales y donde se asienta la capital, Antananarivo, capital también de la etnia meri­na, ta dominante en el país y la que reunificó la isla bajo un solo reino en el siglo XIX. 

La costa este es la mas húmeda, la que recibe las lluvias del Indico y la que alberga los mayores bosques húmedos, como la Impresionante Reser­va de la Biosfera de Mananara o el Parque Nacional de Ranomafana. En cambio, la costa oeste, la que mira al canal de Mozambique, y el extremo norte de la isla gozan de un clima seco. Aquí están la isla de Nosy Be, la más famosa y turística por la calidad de sus playas; la bahia de Diego Suárez, una de las más hermosas de la isla, y los mejores tsingy, formaciones de roca caliza erosionadas en formas puntiagudas hasta formar paisajes casi irreales, como las del Parque Nacional de Bemaraha o las de la Reserva Especial de l'Ankarana. Por su parte, el sur es la zona más pobre y árida, y también la menos explotada por el turismo, don­de pervive la vida tribal más auténtica.

Y diseminados a lo largo de toda la mitad oc­cidental de la isla, a veces en solitario y otras en pequeños bosques, se alzan los baobabs, el icono de Madagascar, esos árboles panzudos como botellas de butano, grotescos gigantones de follaje enano, a los que el protagonista de 'El principito', de Antoine de Saint-Exupéry, consideraba "semillas terribles'' que si no se arrancaban a tiempo perfo­rarían todo el planeta. 

Por fortuna para Madagas­car, los baobabs no fueron arrancados y siguen recortando su extraña y enigmática silueta en el cielo malgache, como si fueran árboles al revés, con las raíces en la copa, y dando la bienvenida a los viajeros que quieran adentrarse en la realidad de la más fascinante de las islas del índico. 

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